Cine
CARLOS BOYERO 29/11/2009
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Hay definiciones muy inquietantes de la palabra cultura. También de los servicios que presta. Cuentan que Millán Astray sentía el impulso de recurrir a su pistola cada vez que escuchaba ese término. El imprevisible, aguafiestas y siempre temible Ferlosio la considera un medio de control social. El cine español está inquebrantablemente convencido de que su esencia no responde a esas mezquindades de la industria o el negocio, sino a la diversidad, pluralidad y excepción cultural. Me hago un lío con tanta cultura, pero deduzco que su única y sublime obsesión es crear películas culturales. Sólo uno de cada diez espectadores nacionales elige ese producto racialmente cultural cada vez que tiene que pagar la entrada. Por supuesto, esa intolerable desproporción es debida a una genética o adquirida debilidad mental del público, a su mentalidad reaccionaria, al lavado de cerebro que les inflige el voraz imperialismo norteamericano, a la impune marginación con la que castigan al cine español las multinacionales, a la competencia desleal, etcétera.
Para lograr no ya el utópico esplendor sino tan sólo la heroica supervivencia, el cine español precisa el eterno mecenazgo del gentil Estado. Zapatero, además de su irrenunciable insomnio protegiendo exhaustivamente a los parados y a los débiles, también se ha impuesto la obligación de salvar a ese alimento del alma llamado cultura. O sea, al cine, el resto son artes menores.
Aseguran que la armonía familiar es imprescindible en tiempos duros. Y todo era solidario y modélico en la gran familia del cine español hasta que ha aparecido el odioso tema del reparto del patrimonio. Eso tan humano resumido en la ordinariez "¿y qué pasa con lo mío?", seguido del "o pillamos todos, o no pilla ninguno". Las consecuencias, como en todas las guerras civiles, son especialmente lacerantes. Qué bochorno constatar cómo los democráticos tiburones llaman idiotas a los sublevados pececillos, que estallen los subterráneos agravios entre hermanos debido al reparto del vil metal. Y el facherío relamiéndose. El
boss Almunia lo arreglará en Bruselas. A condición de que no vuelvan a pegarse, de guardar las sagradas apariencias, con la promesa de que nadie será excluido del fraternal banquete.
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