26 agosto 2008

Ballard, ciencia-ficción social. Los alienígenas somos nosotros

Los mundos de Ballard

Por Andrés Ibáñez.


23 de agosto de 2008 - número: 864 (Abcd de las Artes y las Letras)

J. G. Ballard nunca ha sido un autor muy popular entre los fans de la ciencia-ficción. Los grandes premios del género, el Nebula y el Hugo, le han evitado por completo (aunque ha ganado nada menos que siete veces el premio español Gigamesh). El suyo es uno de los nombres que siempre se citan en el giro que dio la ciencia-ficción a principios de los sesenta, la «nueva ola», pero otros autores de esta tendencia como Brian Aldiss, Michael Moorcock o Philip José Farmer siempre han sido enormemente populares. Ballard pertenece a la banda más literaria de la ciencia-ficción, junto con Brian Aldiss, Gene Wolfe o Roger Zelazny, y puede incluso defenderse que es el mejor escritor de todos los practicantes «duros» del género. Sus libros son, ante todo, literatura, soberbias creaciones verbales que son además comentarios ácidos (y brutalmente lúcidos) de la vida contemporánea.

James Graham Ballard nació en Shanghai en 1930 y comenzó a publicar relatos en 1956. Su originalidad consistió en abandonar los temas más fantásticos e improbables de la ciencia ficción clásica (alienígenas, viajes por el tiempo, imperios galácticos) para concentrarse en un futuro cercano y en unos paisajes urbanos y humanos claramente reconocibles. En 1962 comenzó a utilizar el término «espacio interior» para designar el lugar de sus obsesiones, por oposición al «espacio exterior» de las naves interplanetarias. También de ese año es su declaración de que «la Tierra es el único planeta realmente extraño» (alien: «ajeno», «extraño», «extranjero» y, por extensión, «extraterrestre»).

Metáforas apocalípticas. Las novelas de Ballard se centran, por lo general, en grandes metáforas apocalípticas, que él desarrolla, no en forma de narraciones llenas de aventuras, sino con el ritmo sinuoso y demorado de novelas de ambiente, en las que la descripción detallada y sensual es el recurso fundamental. En El mundo sumergido (1962) la metáfora es la de un desastre ecológico que inunda la mayor parte del mundo civilizado, con maravillosas descripciones del Londres sumergido. En La sequía (1964) el desastre ecológico es precisamente el opuesto. En Crash (1973), llevada al cine por David Cronenberg, la metáfora son los accidentes de coches y la atracción sexual y morbosa que estos producen en una galería de extraños personajes sadomasoquistas. En La isla de cemento, de nuevo el tráfico (la isla del título, en la que el protagonista queda atrapado, está situada entre dos autopistas) y en Rascacielos la fragmentación de la vida social en un gigantesco edificio. Ballard pertenece a esa escuela literaria para la que escribir quiere decir escribir sobre un lugar y evocarlo con todo lujo de detalles, ya sea una ciudad sumergida, una playa donde se amontonan multitudes, un lago que se seca, un país que se convierte en cristal.

En el centro de la carrera de Ballard, publicada en 1970 en forma de libro y constituida en realidad por una serie de «novelas condensadas», destaca la que quizá sea su obra maestra: La exhibición de atrocidades, un libro que todo amante de la literatura contemporánea debería leer y releer. En estos elípticos textos tenemos al Ballard más siniestro, al más terrorífico, al más original, al más deslumbrante.

La escuela de los detalles. El tema de La exhibición? es el mundo contemporáneo como exhibición de atrocidades, la violencia de la guerra (la guerra de Vietnam como referencia constante), la fascinación del cine, Kennedy y Marilyn Monroe, la pornografía, los paraísos artificiales de la publicidad, helicópteros sobrenadando paisajes posindustriales de ciudades desoladas, las drogas (y la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial «librada en los campos de batalla espinales»), simposios donde padres de familia se dedican a explicar cómo matarían a sus hijos, un programa terapéutico en el que los pacientes diseñan «la herida óptima», todo expuesto en un estilo de asombrosa originalidad, una sintaxis de piezas breves que forman algo así como yuxtaposiciones de imágenes cuya lógica no entendemos porque Ballard sólo nos da, por así decir, los movimientos de cámara, pero no su sentido.

Y es que estas «novelas condensadas» son una historia del horror contemporáneo pero también un experimento fascinante de literatura visual, y muchas veces las lacónicas frases parecen conjurar planos y secuencias cinematográficas más que lo que solemos entender como literatura. Y la declaración central: «el organismo humano es una exhibición de atrocidades». En realidad, la exhibición de atrocidades la llevamos cada uno consigo y todos somos nuestra propia exhibición de atrocidades.

Quizá El imperio del sol, una obra autobiográfica que se desarrolla en un campo de prisioneros japonés durante la Segunda Guerra Mundial y no pertenece al género de la ciencia ficción, sea su mejor novela. Como todo Ballard, el libro es intensamente visual y está lleno de imágenes inolvidables, captadas en la película de Spielberg con una fidelidad que no suele ser corriente en el cine.

En El imperio del sol Ballard se une al orgulloso linaje de la «escuela de los detalles» y narra de esta manera la llegada del niño a la casa en la que los soldados se han llevado a los padres: «Alguien había volcado los cepillos y los frascos de perfume del tocador, y el pulido parquet estaba cubierto de talco. En el polvo blanco había docenas de huellas de pies, los pies desnudos de su madre girando entre claras imágenes de unas pesadas botas como los dibujos de complicados pasos de baile en los manuales de tango y fox-trot de sus padres.» Nabokov no lo hubiera hecho mejor. No, no es extraño que Anthony Burgess admirara tanto este libro (y Graham Greene, y Angela Carter).

Ni moralista ni nostálgico. A pesar de su fascinación por las catástrofes y eso que ahora también se llama en español «distopías», Ballard no es en absoluto un moralista ni un nostálgico. Estamos acostumbrados a escuchar quejas lastimeras por lo horribles que son las cinturones industriales de las grandes ciudades, los centros comerciales o los nudos automovilísticos. Ballard es uno de esos pocos exquisitos que se paran a contemplar su belleza majestuosa. «Durante los últimos 35 años», escribía en The Observer en 1997, «he vivido en Shepperton, un suburbio no de Londres, sino del aeropuerto de Londres, una zona de intersecciones de autopistas, dobles carriles, museos de la ciencia, puertos fluviales y polígonos industriales vigilada continuamente por cámaras de seguridad de la policía, un paisaje que mucha gente asegura odiar, pero que yo considero el más avanzado y admirable de las Islas Británicas, y un paradigma de lo mejor que el futuro puede ofrecernos.» La imaginación, para Ballard, es aquello que entra por los ojos, y el futuro, lo que ya nos rodea por todas partes.

1 comentario:

Isabel dijo...

Ya te dije que me gustaba este espacio de noticias escogidas y por ello diferentes.
Hoy puedo quedarme a opinar porque casualmente una amiga que compra este periódico me dio este artículo sobre Ballard.
¿Has leído algo de él?

Besos Olga, espero veros pronto.